viernes, 7 de mayo de 2010

Eblus en el Infierno

Sobre el Infierno circulan muchas creencias equivocadas, y no sólo con respecto a su puerta de entrada, también sobre su uso y su naturaleza. Hay que decir que desde los tiempos de Ábigor I hasta nuestros días, el lugar ha cambiado un poco. Ya no es sólo el club donde se divierten los amiguitos del jefe, sino que desempeña importantes funciones militares y administrativas (Ábigor II era un pragmático, además de un enamorado de la vida castrense). Hoy día, en el Infierno se encuentran los campos de entrenamiento de las hordas demoníacas, cada una de ellas comandada por un capitán y formada por mil diablos. Cuando yo trabajé aquí, había más de seis millones de ellas. Imagino que ahora su número será aún mayor. Pero hay otra utilidad aún más importante que es lo que convierte la antesala del Infierno en un lugar realmente transitado y del todo insoportable: la administrativa. Enseguida llegará el momento de referirme a eso, pues no hay modo de eludirlo si penetras en el Inframundo, que es exactamente lo que vamos a hacer.
Pero volvamos por un momento a donde estábamos. Yo yacía, blando y despatarrado, entre los rosales recién florecidos de la antigua mansión de la familia Albás. Miraba el firmamento estrellado y me dejaba llevar por un letargo que algo tenía de embriaguez amorosa y algo de desdicha existencial. Pensaba en mis cosas, que no atravesaban precisamente por un buen momento, meditaba acerca de la muerte casi segura que me esperaba allá abajo, en los dominios de Ábigor, y recordaba a Natalia, del modo atontado e impropio de mí que ya conoces, lector. Podríamos decir, aunque resulte chocante, que me hallaba en una nube. La misma de la que vino a rescatarme ese pedazo apestoso y parlanchín de la realidad llamado Kul, a la sazón mi ayudante en la más alta misión que jamás se me haya encomendado.
—¿No deberíamos ponernos en marcha, gran Eblus?
Una rápida observación del cielo me permitió saber que eran poco más de las cinco de la mañana. En otras etapas de mi vida, a esas horas solía llevar ya un buen rato trabajando, pero en aquellas menguadas condiciones había descubierto una flojedad inédita en mí: la pereza. Habría dado cualquier cosa por deshacerme del genio de las alturas y seguir mirando el cielo hasta el penúltimo día del universo.
—¡Vamos, poderoso djinn, iza tus huesos! ¡Tenemos trabajo! —gritó Kul.

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